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jueves, 23 de agosto de 2012

El poema del mar

(cronica de Heme)
De un poema épico japonés del siglo doce

En el barco que los conducía al exilio, bastante más allá de las costas del sur de Kyushu, Narit­sune y sus dos compañeros, el oficial Yasuyori y el sacerdote Shunkan, sufrieron muchas sema­nas de confinamiento en los grillos. Se hallaban encadenados en la parte más honda de la bo­dega. El calor era insoportable y el aire hediondo. Como sólo recibían una escasa ración de arroz y agua cada día, padecían una sed ardiente y un hambre voraz, y eso durante todo el largo tra­yecto. Sus tobillos y muñecas estaban desollados por el roce de las cadenas, y cada bamboleo del barco ¡es producía nuevas agonías de dolor. Como sus pensamientos estaban centrados en sus sufrimientos inmediatos, no podían pensar en el futuro y en el destino que les aguardaba. Y era mejor así para ellos. Porque este conoci­miento unido a sus presentes miserias se hubiera convertido en un castigo insoportable, ya dé por sí más riguroso que lo que la peor imaginación hubiera podido alcanzar.
Cuando el barco atracó por fin en una bahía y cesaron los ruidos rítmicos de los remos, les qui­taron las cadenas y los subieron a cubierta. Sus ojos, por tanto tiempo acostumbrados a la oscuri­dad de su prisión, se violentaron y Vertieron lágri­mas por la brillante luz del sol, y sólo velada­mente podían percibir las desoladas costas de la isla a la que habían sido desterrados y que estaba a corta distancia. Los crueles guardias los empu­jaron y les hicieron desembarcar. Bambole-án­dose y tropezando cayeron al fin en la orilla de la costa, demasiado exhaustos para darse cuenta de la marcha de los guardias, quienes casi ni volvieron la vista para mirar a las tres figuras que parecían guiñapos a la orilla del agua.
Durante largo tiempo estuvieron tendidos, sin hablar o moverse, cada uno de ellos consciente sólo de haber salido de la odiosa bodega del barco y de haber sido liberados de sus horrorosas cadenas. Lentamente se fueron recuperando, pero cuando empezaron a mirar a su alrededor les invadió el pánico y la desesperación. Rocas amarillas y sulfurosas y piedras desparra-madas acá y allá constituían todo el terreno. Ni un árbol, ni una raíz, ni una hierba para alegrar la desola­ción de la escena. El sol pegaba implacable sobre la enjuta tierra, y la deslumbrante expansión del mar se extendía invariable en todas direcciones. Las humaredas del sulfuro caliente surgían acá y acullá de la isla en espirales que se elevaban hacia el cielo, y sólo el lamido de las olas sobre las rocas rompía el silencio. Estremecidos y espanta­dos por estos parajes, anduvieron vagando por allí con la esperanza de encontrar habitación o vegetación; pero cuando llegó la noche, sólo pu­dieron constatar la misma escena. Hambrientos, sedientos y exhaustos, se tendieron juntos al am­paro de una roca, para dormir como pudieran hasta que llegase la luz del día.
Pasaron semanas y meses. De alguna manera llegaron a tener una sencilla existencia a pesar de la desnudez de la isla. Haciendo unos anzuelos improvisados, cogían peces de la superficie de las aguas y cualquier hierba que colgase de las rocas del mar o de la tierra era demasiado poco para su hambre continua. Cada vez se fueron asemejando menos a seres humanos proceden­tes de un mundo civilizado, y cada vez se parecían más a los aborígenes posi-bles de su cruel medio ambiente. Sus ojos estaban enfermos de mirar al despiadado resplandor de las corroídas rocas sulfurosas; su pelo creció tanto que les caía por los hombros; y la carne fue desapareciendo de sus flacos y mal alimentados cuerpos. El más mínimo ejercicio agotaba sus débiles miembros y la muerte parecía estar siempre al acecho.
Hora tras hora permanecían indiferentes a la orilla del mar, observando la interminable expan­sión del agua. Cualquier pequeña espe-ranza que alimenta-ran de ver aproximarse una vela, daba paso rápidamente a la desesperación cuando se ponía el sol, y los humos de las vetas sulfurosas arrojaban un nauseabundo flujo sobre la superfi­cie de las olas y transformaban el mar y la tierra en una pesa-dilla de fosforescencia.
A veces se sentaban en el refugio de una roca y charlaban tristemente de sus anteriores días feli­ces. Después Shunkan hablaba bárbaramente de Kiyomori y con amargo odio lanzaba juramentos de venganza. Sin embargo, los dos hombres más jóvenes sentían poco resentimiento hacia Kiyo­mori. Este les había cogido en seguida en lo que era un acto de traición, y ellos estaban sufriendo únicamente su merecido. En estos largos y abu­rridos días de reflexión habían llegado a sentir que en su juvenil entusiasmo estuvieron seduci­dos peligrosamente hasta llegar casi a traicionar al emperador Goshira-kawa, y de ello estaban pro­fundamente arrepentidos. Por eso dijeron a Shunkan que tuviera paciencia y esperanza de que algún día llegaría la liberación. Pero Shun­kan, lejos de confortarse con estas palabras, en­contraba ocasión en ellas para alimentar un ren­cor más profundo y los maldecía con tal violencia que cuando los jóvenes se alejaban de él y le abandonaban a sus resquemores, se sentían con­tentos.
Yasuyori lo sentía sobretodo por su madre. Era anciana y desde que su padre había muerto, mu­chos años atrás, él había sido su único apoyo y consuelo. Lo habían obligado a embarcar sin verla y esto era una constante fuente de pena y amargura para él.
Una noche que se encontraba tallando un trozo de madera seca con una concha afilada, concibió la idea de escribir un poema a su madre y echarlo a las aguas. La idea se convirtió en seguida en apremiante pasión, y día tras día estuvo bus­cando trozos de madera sobre los que cincelar las palabras con las que describiría a su madre el lamentable estado en que se hallaba. Cada vez que terminaba uno lo arrojaba al reflujo de la marea. Llegó el día en que echó al mar el trozo número cien para que realizara su descuidado viaje, y murmuró una oración pidiendo que al menos uno pudiera llegar a las manos de su madre.
Un día, un sacerdote de la lejana costa de Itsu­kushima que había acabado de oficiar en el altar de Akima, estaba meditando en una roca a la orilla del mar cuando una avanzada ola arrojó sobre su sandalia un pequeño trozo de madera. Con cierta curiosidad lo cogió y con gran sor­presa comprobó que era un poema firmado por Yasuyori cuyo padre había sido un viejo amigo suyo. El poema estaba dirigido a su madre y el sacerdote, que era sabedor del exilio de Yasuyori, dedujo rápidamente que éste había lanzado al mar el poema con la esperanza de que de alguna manera Llegara a la mujer.
El sacerdote no perdió tiempo y se puso en camino hacia Mikoto, lugar donde vivía la madre de Yasuyori. Al llegar le entregó el trozo de ma­dera y le contó el milagro de su descubrimiento. Cuando la mujer leyó el poema y supo por él que su hijo estaba sufriendo una vida insoportable en la isla de su destierro, se inquietó profunda­mente. Colocó el poema delante de ella, en la estera de paja que había en suelo, para ver el callado mensaje de padecimientos y penalidades que estaba pasando su hijo; con ello empezó a llorar y empapó sus mangas. El sacerdote, no menos emocionado, perma-neció silencioso. Ob­servaba la pena de la anciana y decidió llevar el poema al emperador, contarle la historia de su hallazgo y, humilde-mente, pedirle el perdón de Yasuyori.
Cuando las lágrimas de la anciana cesaron, le dijo lo que iba a hacer. Ella, agradecida, se inclinó profundamente y envolviendo cuidadosamente el precioso poema en un pañuelo de seda, se lo dio al hombre. Con las llorosas bendiciones de la mujer, el sacerdote comenzó su viaje.
Al llegar al palacio, el sacerdote fue recibido en audiencia. Cuando el emperador escuchó la his­toria del pedazo de madera y leyó para sí el poema, se sintió hondamente conmovido y per­turbado. Al ver su interés, el sacerdote presionó más aún y habló con sentimiento en nombre de la madre de Yasuyori, terminando con el ruego fer­viente de que perdonara al joven. El emperador dijo que iba a considerar favorablemente la peti­ción, pero añadió, que también debía consul-tar al señor Kiyomori.
A la mañana siguiente el emperador llamó a Kiyomori, a su hijo Shigemori y al sacerdote para que hablaran. A Kiyomori y a Shige-mori les mos­tró el trozo de madera y una vez más el sacerdote volvió a describirles la extraña historia. Shige­mori se hallaba visiblemente afectado por lo que estaba oyendo, y hasta el inflexible Kiyomori es­taba evidentemente conmovido.
-Vuestra augusta majestad -empezó a decir Kiyomori inesperadamente, aunque Naritsune y Yasuyori cometieron el grave crimen de trai­ción, jamás les ha faltado valor o humildad. Si ambos se vieron envueltos en esta cons-piración, estoy seguro que más fue debido a la influencia de Narichika y Shunkan que a su propio deseo de ser traidores. Los dos son todavía muy jóvenes; los dos han sufrido indudablemente muchas pe­nas en el exilio, y por este poema es evidente que están arrepentidos de sus acciones. Han apren­dido la lección y no hay razón para que se pierdan dos vidas jóvenes y prometedoras. Yo ruego a vuestra divina majestad, pues, que recon-sidere su sentencia y los vuelva a llamar a la capital.
Después la cara de Kiyomori se oscureció y sus cejas se juntaron al añadir:
-En cuanto a Shunkan, ese cobarde sacerdote, ¡dejadle que se pudra allí! No tendré misericordia de él. El y Narichika fueron los principales impli­cados en la revuelta; si regresa no nos traerá más que problemas.
-Padre -dijo Shigemori-, todos nosotros pensamos como tú, y uno mi petición a la tuya para que Naritsune y Yasuyori sean perdonados. Mi corazón desearía que también Shunkan pu­diese participar de la consideración de clemencia de vuestra graciosa majestad, pero sé muy bien el peligro que corremos todos los que participa­mos en su destierro si le libertamos y le dejamos hacer para vengarse. Tiene una naturaleza tene­brosa e imaginativa y si volviera ahora con la carga de su presente castigo y amargura, sin duda que extendería la revuelta y la traición entre aquellos sacerdotes que están demasiado dis­puestos a cambiar sus ropas sacerdotales por la armadura, y sus oraciones por la espada.
Goshirakawa estuvo en seguida dispuesto a que finalizara el exilio de Naritsune y Yasuyori y a llamarlos a la capital. Enormemente regocijado, el sacerdote fue corriendo a la madre de Yasuyori para referirle las alegres noticias. Mientras tanto se preparó un barco y se envió un mensajero a la isla.
Habían pasado casi tres años desde que los exiliados languidecían en la isla, y aunque los dos jóvenes nunca habían abandonado la esperanza de la liberación, se encontraban ya casi en el límite de su resistencia. No obstante seguían manteniendo su diaria vigilancia, pues creían que mientras hubiera vida había esperanza. Pero Shunkan los maldecía por idiotas y tontos al con­fiar en el perdón mientras viviese Kiyomori. Por eso les volvía la espalda y se retiraba al amparo de su roca donde permanecía sentado durante horas, mirando fiera-mente alguna visión interior.
Una mañana Naritsune, que estaba mirando al horizonte como hacía todos los días, quedó so­brecogido por un repentino destello blanco que se dibujaba a lo lejos. Casi sin respiración, volvió a mirar. ¡Otra vez! ¡Algo blanco! ¿Una ilusión? ¿Una nube? O... ¿una vela? Agarrando a Yasuyori por el brazo, señaló a lo lejos:
-¿Qué es aquello, Yasuyori? ¿Lo ves? ¿O es otro espejismo?
Empezaron a mirar juntos mientras que el cora­zón les latía violen-tamente y sus miembros tem­blaban. Durante lo que pareció una eternidad el fugitivo destello blanco se sumergió y volvió a emerger en el horizonte, haciéndose mayor a cada instante. De repente, con un grito, los dos jóvenes echaron a correr hacia la orilla del mar. ¡Era una vela y estaba poniendo proa hacia la isla! Casi sin dar crédito a lo que veían, presencia­ron cómo se iba acercando y que al fin anclaba a alguna distancia. Luego vieron la figura de un hombre que descendía a una pequeña barca ma­nejada por un remero, quien se acercó veloz­mente a la orilla. El hombre descendió, vadeó el agua y se paró ante ellos. Por un instante tenso se miraron, el elegante mensajero real a ellos y ellos, los náufragos y rotos desterrados, a él. Luego el mensajero habló:
-¿Eres tú Naritsune, el hijo de Narichika? ¿Y eres tú Yasuyori, el antiguo oficial?
El mensajero extrajo de su bolsa un papel que traía enrollado y continuó:
-Soy portador dé un libre perdón para voso­tros dos de parte de su graciosísima y augusta majestad. Si sois los dos mencionados, decidlo.
Los años de privaciones les habían debilitado muchísimo, y ahora, vencidos por la emoción, casi no tenían fuerzas suficientes para continuar hablando y contestar al mensajero. Sin embargo se arrodillaron, hicieron una ceremonial reveren­cia y contestaron que, en efecto, eran Naritsune, el hijo de Narichika, y Yasuyori, el antiguo oficial. El mensajero les entregó el escrito del perdón y ellos volvie-ron a inclinarse hasta que sus cabezas tocaron la arena, pero sus lágrimas caían rápida­mente y las palabras del papel real danzaban locamente ante sus ojos cuando intentaban leerlo.
De repente una figura salvaje y desgreñada salió corriendo de detrás de una roca. Era Shun­kan. Riendo como un demente y empujando y arañando a los otros, les quitó el papel.
-¿Qué es esto? ¿Te ha enviado el alto y pode­roso Kiyomori a degollarnos? ¿Me teme tanto todavía que viene a nuestro exilio a perseguir­nos? ¡Pero yo no moriré! ¡Tengo que vivir para vengarme de él y de toda su casa! -gritó Shunkan.
El mensajero lo miró severamente y contestó:
-De eso yo no sé nada. Sólo he venido con una orden para liberara Naritsune y Yasuyori.
Shunkan se quedó estupefacto. Luego, loca­mente, se llevó el papel al rostro para escudri­ñarlo más de cerca.
-¡Mi nombre, mi nombre! -chilló-, ¿dónde está mi nombre? ¡Tiene que estar aquí! El empe­rador no puede haberme olvidado. ¡Estás min­tiendo!
El mensajero lo empujó hacia atrásy pidió a los otros dos que montaran en la pequeña barca. Shunkan se abalanzó sobre ellos y les cogió sus des-garradas mangas, rogándoles que por piedad no lo abandonaran. Ellos, tan rotos como él, su­plicaron al niensajero que lo llevaran con ellos. Pero el mensajero se negó diciendo que el per­dón era únicamente para ellos dos y que él debía obedecer las órdenes. Fuera de sí, Shunkan los seguía corriendo, ora delante para empujar-los hacia atrás, ora junto a ellos para sujetarlos. Na­ritsune y Yasuyori le pidieron con voz atormen­tada qu.e tuviera paciencia porque ellos segura­mente persuadirían al emperador para que le per­donara. Al fin tuvieron que luchar con él para verse libres y montar en la barca. El remero la empujó hacia mar adentro, pero Shunkan se aga­rró deses-perado a ella. La pequeña barca se bam­boleaba con sus tirones y el remero tuvo que luchar abiertamente con él para liberarse.
Por su parte, Naritsune y Yasuyori presencia­ban angustiados y desespe-rados la insistencia del demente sacerdote. Centímetro a centímetro, Shunkan se vio obligado a penetrar en el agua, hasta que solo sus crispados dedos se vieron agarrados a la barca. Esta seguía penetrando en el mar y las olas sacudían a Shunkan, pero éste parecía insensible a todo menos a este último y desesperado contacto. El remero le golpeó la mano con el remo y Shunkan se vio forzado a soltar su presa, roto y derrotado, hasta que las mismas olas lo volvieron a sacar a la orilla. Se­levantó, magullado y sangran-te, y sollozó en una desesperada enajenación al ver a los otros que se alejaban hacia el barco.
Largo tiempo permaneció allí tirado, ofuscado y exhausto y sintiéndose miserable, olvidado de todo excepto de su inagotable odio hacia Kiyo­mori. Sus dedos se agarraban a la arena como si estuviera clavando las garras en el cuello de su enemigo, y la saliva fe salía por las comisuras de los labios como si estuviera echando un diluvio de maldiciones sobre las cabezas de Kiyómori y de todo el clan del Heike. Al llegar la noche se medio incorporó y fue arras-trándose dolorosa­mente hasta una roca que dominaba todo el mar. Fuera de sí, llenó las tinieblas con gritos salvajes hasta que, dema-siado débil para articular ningún otro sonido, cayó en un sopor y en un olvido temporal del período de solitario exilio que le aguardaba.

Traducción: Angel García Fluixá

040. anonimo (japon)

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