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jueves, 16 de agosto de 2012

El pescador y la madre del agua

Pescadores y campesinos habitaban aquellas tierras que hoy cubre el igarapé [1] de Tarumá. Cerca de allí, despacioso y ancho, corría el río y en él el pueblo pescaba.
Sin embargo, llegó un tiempo en que los hombres que navegaban en el río casi nunca regresaban. A veces, sus canoas abandonadas flotaban e iban a varar en el llano; en otras ocasiones no se encontraban más que sus restos; pero en la mayoría de los casos ni siquiera eso: fueron muchos los hombres que salieron a pescar de quienes jamás se volvió a tener noticias. Y los pescadores que sobrevivían, regresaban con la red y el samburá [2] vacíos.
Era la Madre del Agua que así lo quería.
Decían que ella con su maravillosa voz atraía las canoas más y más adentro del río. Contaban que esas embarcaciones, arrastradas sin control, allí volcaban o se hundían.
Nadie quiso pescar más en esas horrorosas aguas. Pero así la gente se dormía hambrienta, pues el maíz que cosechaban no alcanzaba para todos. Frutas, cuando las había, tampoco bastaban... Niños enfermos, mujeres viudas y delgadas, ancianos debilitados...
Un joven pescador se sintió tan atormentado al ver que su gente decaía de miedo y de hambre, que, sin decir nada a nadie, subió a una canoa y se internó en el río. Allí, muy adentro, lanzó la red. En su cintura, un cuchillo nuevo centelleaba en un duro duelo con la luz del sol. El joven se había hecho un desafío: no volvería a la aldea mientras el saburá no estuviera lleno de peces.
Tiró la red y la sacó más tarde absolutamente vacía. La volvió a lanzar, aunque ya caía la noche.
A la mañana siguiente, nada nuevo sucedió. Sólo unos peces menudos, unas pocas piabas [3] que él mismo debería comer a la hora de almuerzo si quería seguir pescando. Nuevamente tiró la red al río.
Así transcurrieron tres días. Aquella noche, una luna llena apareció en el cielo. El joven volvió a tirar la red y se durmió. Sólo le quedaba esperar hasta el otro día.
En la madrugada, una voz de mujer que cantaba bajito interrumpió su sueño. A lo lejos silbaba en su oído y, unida al ritmo del río, iba y venía. Era un sonido sereno, que a veces casi desaparecía; de pronto resurgía manso, luego aumentaba y, poco a poco, fue sonando más cerca.
El muchacho se asustó y con un sobresalto tomó el cuchillo.
-¿Quién está ahí?
Su grito vibró sin respuesta en la oscuridad. Y entonces se dio cuenta: sobre una gran piedra, una joven morena, cuya larga cabellera caía suelta por la espalda, cantaba. Era muy hermosa. Su cuerpo parecía como iluminado y desentonaba en medio de la penumbra.
La luna temblaba en el río tranquilo. La joven sonrió y se lanzó al agua. Después de unos segundos volvió a lo alto de la roca. Desde su embarca-ción, el muchacho seguía cada uno de sus gestos. Primero ella había nadado deslizándose dulcemente entre las aguas... Ahora, sobre la piedra, sus pasos eran delicados.
Ella rompió el silencio:
-No voy a hacerte nada, puedes guardar el cuchillo.
El pescador obedeció y guardó el arma en la funda. Entonces la muchacha saltó al agua, nadó hasta alcanzar la barca y se sentó en la proa.
Era la Madre del Agua. Raras veces salía de las grutas del fondo del río, en donde vivía por años y años. Había visto la insistencia del pescador para salvar a su gente y por eso había venido a contarle ciertas historias.
Las aguas del universo entero, océanos, ríos y mares, se movían bajo su poder. Maremotos, inundaciones, mareas..., todo se sometía a su voluntad. Sin embargo, mucho antes de ser mujer había tenido la forma de serpiente surucurana [4]. Y aunque controlaba las aguas, nada podía hacer contra su propia hambre de serpiente.
-Por eso, cuando estoy hambrienta, me robo a los pescadores de esta región -dijo. Se calló un momento y fijó su mirada en los ojos deslumbrados del joven-. Pero tu tenacidad me ha hecho pensar en dejarlos en paz.
-¡Después de haber sacrificado a tantas personas!... ¿Cómo puedo creerlo?
-Escúchame, en nombre de la luna que rige mi vida. Te digo que he venido hasta aquí para traer la tranquilidad. Quiero que cada madrugada de luna llena tú me regales toda la harina de maíz que tu aldea pueda preparar. Si como esa harina, te prometo dormir hasta la otra luna llena. En cambio todos podrán pescar y tendrán comida en abundancia.
Era muy tarde y ambos se durmieron. Cuando el joven despertó, ella se había marchado y el sol se mostraba en medio del cielo azul turquesa.
Todo salió como se había acordado. Ocho veces, siempre en la madrugada de cada luna llena, el joven llevó la harina de maíz hasta el río. Mientras tanto, varas, piraíbas, pirapucás y pirarucús repletaban las redes. La abundancia imperaba y las fiestas se prolongaban por varios días con sus bailes y sus cantos.
Era la novena luna cuando el joven volvió a escuchar aquel canto. La voz venía del fondo del río, lejana al principio, pero luego más intensa. Él se acercó al agua hasta que su rostro se reflejó en ella. Entonces apareció la joven y se sentó en la roca.
-No vengo a pedir más alimento. Me siento sola. Lo que quiero es que tú vengas a vivir conmigo bajo las aguas.
El joven permaneció en silencio.
-Vuelve a tu pueblo y di a tu gente que cuando salga otra vez la luna, deberá estar tejida una gran sábana blanca, la más grande que se haya visto en estos parajes. Diles también que todos rompan y entierren sus armas en una de las orillas del río. Por la madrugada, tú deberás cubrir esa orilla con la sábana. Entonces apareceré yo, y tú entrarás al río conmigo. Tu pueblo vivirá tranquilo hasta el fin de los tiempos, pues tendrá siempre mi protección.
-¡Pero yo no quiero abandonar mi aldea! -contestó el joven.
-Eres tú quien deberá elegir -dijo la Madre del Agua. Y saltando en seguida de la piedra, desapareció.
Sólo al amanecer el pescador decidió volver a casa. Contó entonces a todo el pueblo la nueva proposición, y sin tardanza la gente comenzó a trabajar para cumplir lo pedido.
Hilo tras hilo, día tras día, las mujeres tejieron una manta blanquísima e inmensa. Estirada cubriría el borde del río con su lino. En ese tiempo, algunos hombres recogían, de casa en casa, cuchillos, puñales, navajas, tijeras, arpones. Otros, al borde del río, cavaban una fosa ancha, para sepultar para siempre todas las armas.
Pero el joven pescador no se conformaba con la idea de dejar su aldea y vivir, en adelante, en las grutas del fondo del río. Decidió, por lo tanto, no cumplir el pacto con la Madre del Agua. Guardó consigo, escondido, su cuchillo. En la madrugada de la cita lo llevaría en la cintura: saber usarlo sería su protección.
Al llegar la luna llena rompieron todas las armas y las enterraron en la arena, que la sábana extendida escondió a su vez. El joven esperó. La Madre del Agua venía: su canto se escuchó muy lejano al principio y, poco a poco, más alto. Luego ella apareció entre las breves olas del río y nadó hasta la orilla.
A la luz de la luna, la joven se acercó al muchacho. Este fue también hacia ella caminando sobre el largo tejido blanco. Cuando la Madre del Agua puso los pies en la manta blanca, la lámina plateada del cuchillo escondido en la cintura del pescador centelleó. Una chispa relumbrante chocó contra los ojos de la mujer.
La joven palideció. Las aguas crecieron y una ola gigantesca y embravecida cayó sobre el lugar. La inundación destruyó totalmente aquel paraje: árboles, montes, animales, casas y personas..., todo desapareció.
Ahora el igarapé de Tarumá está siempre silencioso. Pero quienes visitan el lugar en las madrugadas de luna llena pueden ver que allí, donde las armas están sepultadas, la Madre del Agua se baña y canta. A su lado, un hombre joven gime y solloza.

020. anonimo (brasil)


[1] Igarapé: Canal muy estrecho entre dos islas, o entre una isla y la tierra firme.
[2] Samburá: Cesto hecho de bejuco o de bambú, panzudo y con boca estrecha; lo usan los pescadores para guardar los peces que han pescado.
[3] Piaba: Nombre que se da a diversas especies de peces fluviales muy pequeños.
Piraíba: Pez fluvial, común en Amazonia, que tiene la cabeza y la boca muy grandes. Es el pez de cuero más grande de Brasil, llega a medir tres metros y a pesar más de 150 kilos.
Pirapucá: Pez fluvial; también se le conoce como pez perro, porque tiene dientes largos, puntiagudos y fuertes, y es carnívoro.
Pirarucu: También fluvial, es el mayor pez de escamas de Brasil. Alcanza los dos metros y medio de largo y ochenta kilos. Lleva este nombre porque tiene manchas rojas en el cuerpo.
[4] Surucurana: También se llama culebra lisa o culebra del agua. Es muy común en Brasil, y vive siempre dentro del agua; de ahí su nombre. Tiene el cuerpo brillante, llega a tener un metro de largo, y se alimenta de peces pequeños, renacuajos, etc.

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