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jueves, 16 de agosto de 2012

De cómo cosquín llegó a ser leyenda

Cuenta la tradición que la caída del imperio de los incas se produjo en las primeras décadas del año 1500 d.C., cuando los conquistadores españoles llegaron a América y por la fuerza impusieron su cultura. El pueblo inca, en el intento de rearmar su vida, cargó lo que pudo en las alforjas de sus mulas y comenzó así una peregrinación hacia el sur, en busca de nuevos horizontes. Esta migración masiva cuyo único fin era la paz y la tranquilidad, provocó aún más la codicia de los conquistadores.
¿Qué tesoros inmensamente preciados se habrían llevado los hombres y mujeres incas en las deslucidas alforjas? Seguramente mucho más de los que dejaron. Ese parece haber sido el pensamiento de los españoles, porque ni cortos ni perezosos enviaron una expedición al mando de Jaime de Aragón para seguir el rastro y recuperar las riquezas perdidas. Y Aragón anduvo y anduvo, y llegó a la zona más austral del Imperio, donde es hoy la hermosa Cosquín, en las Sierras de Córdoba. Esta ciudad se encuentra enclavada en un vallecito en forma de península rodeado por el caudaloso río Yuspe, que nace en las Sierras Grandes, y protegido al este por el majestuoso cerro Supaj Ñuñu (seno de virgen), hoy Pan de Azúcar. Ese lugar de ensueño con maravillosos paisajes, frondosos algarrobos y reconfortante clima, estaba habitado por un pueblo extremadamente pacífico que no había tenido ningún contacto con los inmigrantes incas, ni siquiera sabía de la existencia de los invasores.
Pero la noticia llegó en el año 1526 por medio de chasquis, y las malas nuevas se conocieron: desde el Alto Perú venían bajando extraños seres humanos, vestidos con ropas brillantes y duras como piedras.
Estas informaciones despertaron una gran preocupación y todos los habitantes del poblado se pusieron en situación de alerta frente al peligro: la tranquilidad devino en tensión, la alegría del vivir cotidiano en angustia por lo que podría venir. El Camín, jefe de la comunidad, implantó una severa vigilancia que duró mucho tiempo, tanto que el pueblo comenzó a cobijar la esperanza de que los intrusos nunca llegarían. Pero llegaron.
Un día de primavera comenzado con risas y juegos por un grupo de muchachas que se bañaban en la desembocadura del Ampato Mayo (arroyo que baja del cerro), se transformó en un augurio de desastre. ¿Eran aquellos extraños que se acercaban los tan temidos invasores? No cabía duda: la descripción coincidía.
Los conquistadores españoles bajaban por el Noroeste.
Desde la llegada de la expedición la vida se tornó casi insoportable para los pobladores del valle, que toleraron todo tipo de abusos, malos tratos, explotación y el sometimiento de sus mujeres. Pero, ¿cómo aguantar tanto dolor? ¿Qué terrible mal habían hecho para sufrir tan atroz castigo? ¿Tendrían alma estos intrusos o solo se asemejaban a los seres humanos por su apariencia externa?
Sin embargo, tanto padecimiento no podía ser soportado por todos los miembros de la comunidad sin que hubiera algún tipo de reacción. Y así fue como sucedieron los hechos: el Camín Cosquín, hombre alto y robusto, vivía con su hermosa mujer llamada Cosco-Ina. Aquella belleza despertó el deseo de un oficial español, que no perdía ocasión de cortejarla con sus pretensiones amorosas. Pese a la reserva de la esposa por miedo a que tomaran revancha contra el marido, el Camín se enteró y, como era de esperarse en un hombre conocido por semejante amor marital, se enfrentó con el oficial en franco duelo, y lo mató.
La respuesta de los conquistadores fue inmediata: se ordenó la captura del Camín. La persecución duró varios días, Cosquín conocía muy bien la zona de las sierras y se escabullía haciéndole el trabajo más dificil a los españoles. Pero, al llegar a la Quebrada de los Leones trepó la sierra y enfiló hacia el cerro Supaj Ñuñu, y allí fue acorralado.
¿Qué hacer frente a tantos hombres armados? La única opción del Camín era la de defenderse arrojando grandes piedras por la pendiente del cerro para entorpecer la posibilidad de ascenso de los españoles, que por varias horas solo atinaban a esquivar el ataque. Pero esa situación no podía durar mucho tiempo, las fuerzas de Cosquín disminuían más y más. Entonces tomó la decisión más extrema: eligió la liberación a cambio de su vida.
Corrió por la pendiente en desenfrenada carrera y, cuando llegó al borde de los enormes despeñaderos ubicados en la ladera norte, como si fuera un cóndor que inicia su magnífico vuelo, se arrojó con todo su ímpetu al vacío, para luego, inevitablemente, encontrar la muerte al estrellarse contra el fondo rocoso del cristalino arroyo que abajo corría. Pero este acto lo inmortalizó como un símbolo redentor de la libertad que sería mantenido en la memoria de su pueblo por siempre.
Luego de su caída un silencio profundo envolvió valles y sierras. Solo se oía el viento entre los riscos y el murmullo del arroyo que corría apesadumbrado al final de la honda quebrada, donde yacía el cuerpo inerte.
Cosco‑Ina, sin saber lo sucedido, esperó expectante durante varios días, con la mirada puesta en el cerro. Sus esperanzas casi habían desaparecido cuando presenció el regreso de los perseguidores de su marido. Sin embargo, no corrió hacia ellos para conocer las noticias, ni siquiera quiso que la encontraran en su camino: no quería escuchar nada que proviniera de esos seres crueles. Por otra parte, no podía evitar el terrible presentimiento de que algo le había pasado a Cosquín. De lo contrarío, ¿por qué no lo traían cautivo?
Sacudió de su cabeza los malos presagios y lo imaginó oculto en algún lugar de los cerros...

Entonces, Cosco‑Ina decidió marcharse del lugar en busca de su marido y, como si sus pies conocieran el camino, antes de pensarlo se encontró caminando hacia las montañas, cada vez más rápido. La pequeña esperanza que todavía conservaba de recuperar a su amado para ‑de una vez y para siempre‑ poder escapar juntos hacia algún sitio lejano donde rehacer sus vidas, resultaba el motivo que le daba fuerza y voluntad de seguir.
Pasaron muchos días y ella seguía deambulando por los cerros y quebradas. A cada paso gritaba con toda la energía de sus pulmones, el nombre de su esposo, sin que hubiera respuesta alguna. Entonces, casi sin fuerzas y sin voz, decidió trepar a la cumbre del Supaj Ñuñu, con el fin de aumentar su campo de observación. Pero, mientras lo hacía, la esperanza de descubrirlo desde allí arriba o de que él pudiera verla se derrumbaron y entonces se prometió entre sollozos encontrarlo vivo o morir junto a él.
El sendero que iba trepando era demasiado escabroso, su cansancio y dolor se profundizaban más y más, la ansiedad por llegar se hacía poderosa. De pronto, una bandada de jotes (buitres) que planeaban en círculo sobre un punto fijo al norte del cerro la hizo estremecer. No cabía duda, la tragedia estaba casi desplegada a sus pies. Corrió hasta el borde del empinado despeñadero y, agudizando la mirada, pudo ver horrorizada, el cuerpo de su amado que yacía en el fondo de la honda quebrada. Totalmente abatida, se quedó inmóvil por mucho tiempo, mientras el dolor rompía su alma. Ya lo había prometido: moriría junto con su esposo y descansarían el uno al lado del otro, sin que nadie pudiera separarlos jamás.
Era muy tarde, el sol lentamente se ocultaba detrás de las sierras pintando el cielo de los más hermosos colores. Este era un último regalo que la vida le ofrecía a Cosco‑Ina pero que ella ya no se sentía capaz de apreciar. Sin embargo, pese a su angustia y dolor, no dejó de observar, a manera de despedida, y por última vez, su terruño. Mientras lo hacía, un lastimero y largo grito con la poca voz que le quedaba, se escabulló de su garganta: " iCamín Cosquín...!
Abrió sus brazos como si fuera a volar y saltó al vacío para ir al encuentro de su amor perdido. El silencio se ausentó y en su lugar el eco en las montañas repitió por mucho tiempo aquel grito lastimero "Cosquín... Cosquín... Cosquín…
Desde aquel entonces, cuando se anuncia la primavera, en las orillas del arroyo que corre gracias a las aguas ofrecidas por el majestuoso Supaj Ñuñu, las acacias se visten con sus racimos rojos, que no son otra cosa que las gotas de sangre derramadas por el Camín Cosquín y su amada fiel en nombre de la libertad y del amor.
Y ese hermoso paraje cuenta, desde entonces, a modo de homenaje, con el nombre de quien diera su vida para no ser esclavo.

025. anonimo (comechingon)

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